martes, 11 de octubre de 2011

A veces tras las cortinas sólo hay una pared de ladrillos -parte I

  Serían las 8:45 de la mañana cuando tocaron el timbre. Intentando abrir los ojos y dejar de bostezar, Martín fue hacia la puerta. Abrió, firmó, se despidió amablemente y cerró con suavidad. Se quedó unos instantes quieto, apoyando la frente contra el marco de la puerta. Después, suspiro hondamente. Había llegado la notificación de desahucio.
   Se apoyó en la lavadora observando el pequeño trozo de cielo que se dejaba ver en el patio de luces de  aquel anodino bloque de pisos de Madrid, en el que llevaba viviendo los últimos meses. La noticia no le había sorprendido, sabía que tarde o temprano tenía que llegar pero qué hacer ahora era lo mas complicado. Solo le quedaban unos pocos euros de lo que le había dejado su padre, llevaba meses sin trabajo y ahora corría el tiempo en su contra mas que nunca. En quince días debía dejar el piso.

   Como no podía dejar la mente en blanco, cogió las llaves y la cartera y marchó a la calle. A veces cuando las contrariedades le dejaban noqueado, sentía la necesidad de mezclarse con el mundo. De desaparecer confundido entre miles de personas que van y vienen con prisa, a todas horas. La verdad es que parece hasta egoísta el motivo que tenía para ser uno mas, es como si solo cuando no sabía hacia donde ir fuera cuando necesitara algo de calor humano. Después de veinte minutos se percató de que estaba a punto de llegar a la Plaza de Oriente. Ralentizó un poco su paso y giró en dirección a la Almudena y el viaducto de Segovia. Se sentó justo donde acaban los paneles anti suicidas ( -antes estaba en boga aquello de acabar con todo tirándote desde el viaducto). Con las piernas colgando, en dirección sur sus ojos, ensimismándose en el horizonte de Madrid, como buscando un torrente de respuestas. Una llave para abrir su caja de Pandora y vaciarse así de una vez.
    Se pasó horas allí sentado y cuando caía la tarde regresó a casa. Conectó el ordenador, puso a calentar algo en el horno y tomó de nuevo la notificación de de desahucio entre sus manos. Lo cierto es que no tenía a dónde ir. Sentía algo parecido a la agonía pero a la par estaba seguro de que solo él podía cambiar su suerte. Le faltaban fuerzas. Toda la vida le habían faltado fuerzas. Se quedaba parado cuando la situación requería de algún esfuerzo. No era que no le importaran las cosas, simplemente no se sentía capaz de modificar el transcurso de lo hechos.
   Después de dos o tres horas enredando en el ordenador se tiró en la cama. Los ojos y la mente completamente velados, el cuerpo dormido. Así era imposible descansar -se decía-, y llevaba así años.

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