Salimos del teatro ya con la noche encima. Madrid se estaba preparando para el frío pero daba tregua para salir en cazadora. Íbamos comentando el espectáculo que habíamos visto y de ahí empezamos a sorprendernos. Intereses comunes, reflexiones, risas. Y entre otras cosas hablamos sobre la libertad en el arte. En el sentido de que el arte debiera ser comprendido como algo espontáneo que no puede ceñirse a reglas ni normas.
La Gran Vía bullía como siempre. Luces de Madrid. Banda sonora de conversaciones ajenas a cada paso. Despacio, bajando de Callao a Sol por Preciados. Estuvimos recordando el dadaísmo como forma mecánica e ilógica de escribir y preguntándonos si era posible que la creación del artista fuera cien por cien indeliberada. -Creo que una idea primigenia siempre subyace. Para escribir palabras sin relación entre si y fuera total de algún contexto, quizá primero tengas que pensarlas. Por lo que no sería del todo casual o fortuito-.
Mientras atravesábamos la Plaza de Santa Ana para alcanzar la calle donde se encuentra el Colegio de lo Ingleses, me preguntó si creía en la inspiración del artista. O si tal vez apostaba por el trabajo constante del autor sobre su obra. -Algo de ambas -repuse-. Con el tiempo me he dado cuenta que una rutina de trabajo, no solo escribiendo sino investigando, leyendo, reflexionando... es algo clave para que puedas crear algo notorio. Pero a la vez si que empatizo con aquello del genio creador que propugnaban allá en el XVIII los escritores románticos. Una fuerza incontrolable que te empuja a expresarte a través de las vivencias y los sentimientos. Y eso es algo innato. Quizá sea la conjunción exacta de ambas ideas lo que pueda hacer a alguien ser considerado un verdadero artista-.
Llegamos a Antón Martín y nos despedimos alegrándonos por no ser como los demás. Dando fe de las diferencias entre los que viven y los que solo están.
Él se metió en el metro y yo volví sobre mis pasos hasta llegar a mi buhardilla.
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