Bienvenido otoño, ojalá ésta vez fueras para siempre. Eres el soplo de aire fresco que necesitamos todos. En dos días de manga larga, haces que olvidemos el pegajoso recuerdo de las noches de verano. La flama (me encanta ésta palabra) que entra por la ventana y hace que quieras salir tu por la puerta. Mirar el infinito de la Gran Vía y ver como parece que el asfalto se derrite. Que el oxígeno se termina. Que por mas que te desnudes el calor va de fuera hacia adentro y de adentro hacia afuera, a la vez. Se retroalimentan las ganas de escapar, con las de no moverse ni un centímetro. No moverse para no gastar energías que al final se esfuman por no tener un triste aire acondicionado que haga del infierno un lugar mas llevadero.
Pero llegas. Siempre llegas y limpias de un plumazo todo lo caduco. Y tiñes de colores ocres los paisajes, y los paisajes se dejan porque estaban esperándote. Como yo. Que necesito aire a espuertas que recicle mi cerebro. Cada cierto tiempo. Para no hacerme mala sangre, para no odiar y mantener éste estado de positividad tan hilarante, para hacer soportable lo que no lo es y cambiar también mis hojas... y volver ocres mis colores... y llover yo cómo llueve fuera para limpiarlo todo.
Y es que la gente no se da cuenta de lo importante que eres. El otoño hace grande los recuerdos del verano. Nos acompaña en la melancolía de los días que decrecen. Y nos regala el privilegio de mojarnos bajo un chaparrón que viene a rescatarnos ( es la versión positiva de que una lluvia te cale hasta los huesos). Vuelve el olor a tierra mojada, la chaqueta del por si acaso y el café caliente entre las manos. Y los proyectos que por culpa del verano se aparcan, cómo los ríos que se secan pero mantienen a la espera su cauce. Las ideas, cómo el otoño siempre regresan. Como regresan los abrazos, el cariño, los recuerdos... y todo eso que apetece cuando fuera empieza a hacer frío.
Por todo esto y lo mucho que los dos sabemos pero jamás desvelaré... bienvenido otoño.
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